
Desde pequeños nos enseñan a sobrevivir. Nos dicen que tenemos que ser fuertes, tragarnos nuestro orgullo y seguir adelante más allá de todo. No podemos pedir ayuda, no tenemos tiempo de llorar, debemos odiar a quien nos lastima y desear que le toque lo peor en suerte.
Nos juran que la única forma de sobrellevar una pérdida es olvidando, bloqueando, eliminando y destruyendo. Nos convencen de que es una pérdida, no dejan espacio a la idea de transformación.
Tenemos que borrar las huellas para poder seguir. Tapar las marcas, reescribir la historia y elegir el lado vencedor.
Nos explican cómo debería ser el mundo según su manual. Fingen abrazos que nos impiden ir. Prometen futuros y no nos dejan crecer.
Deshacer es la única forma de seguir. Es necesario escapar y esconderse para que el mundo siga girando. ¿Y qué pasa si sentimos ganas de hacer una pausa?
Nos educan para sobrellevar separaciones violentas, penosas y destructivas. Nos ayudan a reencontrar nuestro eje dentro de esa lógica. Pero nadie nos da siquiera una pista que nos haga entender que una pelea no es el fin, que nos tenemos a pesar de la distancia, que no toda conclusión es sinónimo de extinción, que podemos seguir sintiendo y no necesariamente tiene porqué ser odio… O errado.
Nadie nos explica qué hacer cuando llegan los finales tranquilos. Nos crían para ser personas de guerra porque sentir rabia nos ayuda a despojarnos de lo que nos duele mucho más rápido. El odio se vuelve nuestra zona común.
El amor nos llena de dudas. Dejar ir a quien se ama es mil veces más difícil que alejarse de una persona odiada.
El odio, la rabia y la bronca son placebos que hacen que todo parezca más fácil, pero al final, en lugar de llegar al punto en el que empezamos a sanar, lo único que alcanzamos es el pico máximo de la autodestrucción.